30.7.05

Hoy como ayer


Una de las cosas que más me llamó la atención entre los muchos pedruscos que he visto, fue este panel en el templo de Kom Ombo. Según el guía, que yo no lo tengo muy claro, el templo se erigió en honor a Sobek, pero como el dios cocodrilo estaba considerado si no exactamente maligno, sí como una deidad con bastante mala leche, cada vez que se erigía un templo en su honor, éste se consagraba también a una deidad más benévola que lo mantuviera vigilado, en este caso Horus.

Al grano, que es lo sano: Buena parte del templo era, en realidad, un hospital. Los médicos pasaban consulta en una especie de capillitas mientras los pacientes hacían cola en los pasillos. Amenizaban la espera tallando graffitis en las paredes y los suelos (lástima que las fotos esas no hayan salido bien). El panel central de la fotografía representa el instrumental médico básico de los matasanos de entonces: diversos tipos de pinzas, bisturíes, cucharillas, tenazas y otros instrumentos de tortura. A la derecha, siempre según el guía, una lista de recetas de pociones comunes, incluyendo los ingredientes y sus proporciones. A la izquierda se representa un parto, con las mujeres embarazadas sentadas en las sillas gestatorias. Igualito que los posters que pueden verse en las consultas hoy día, solo que en material bastante mas indeleble. Me gustó mas esto que todas las escenas de faraones haciendo ofrendas a los dioses o masacrando infelices.

27.7.05

DE VUELTA A CASA

Salam Aleikum:

Bueeeeno. Se han acabao las vacaciones y de vuelta estamos en tierras cristianas. La verdá es que lo hemos pasado muy bien en Egipto, un viajecito de todo punto recomendable... a pesar del susto del atentado.

La noticia nos llegó cuando estábamos en El Cairo, muy lejos de la zona donde ocurrió, asi que en ningún momento estuvimos en riesgo, aunque eso nunca se sabe, como estamos aprendiendo a nuestro pesar. No notamos apenas ninguna diferencia; si acaso la gente del lugar estaba luego mas solícita y con ganas de hablar, como excusándose aunque no tenían porqué. En lo único que lo notamos verdaderamente fué en el incremento de la seguridad. Lo cierto es que allí los turistas estamos siempre bajo vigilancia de la policía y del ejército pero luego la cosa llegó a hacerse un poco agobiante. Antes no importaba si los detectores pitaban cuando pasaba un turista, luego yo conseguí hacerme registrar tres veces.

En fin, que en lugar de largaros el consabido rollo de las fotos de vacaciones que han destrozado tantas buenas amistades, estoy pensando castigaros con una especie de diario chungo que llevé durante el viaje. Veré si lo puedo scanear. Espero obtener al menos alguna sonrisa.

9.7.05

El silencio

.
Durante las vacaciones me encantaban esas incursiones nocturnas a la pesca del centollo y la andarica. Solíamos acechar las mareas y el estado de la mar, pendientes del parte metereológico, esperando la noche mas adecuada, esa noche calma y sin luna del verano, cuando el mar se tranquiliza y descansa acostado en su marea mas baja. El día antes celebrábamos el ritual de comprar pilas nuevas para las linternas, preparar las nasas y troeles, asegurar los lastres, remendar las redes, cambiar las cuerdas podridas y enrollar pulcramente las líneas y aparejos para que no se enredasen. Por último mi padre iba al muelle a por las cabezas de atún y el macizo que íbamos a usar como cebo y que había encargado previamente en la fábrica de conservas. Después de cenar nos embarcábamos en el coche hacia el lugar elegido, casi siempre el mismo roquedo, ya conocido por visitado año tras año.

Aparcábamos el coche en algún sitio discreto y el resto del camino se hacía andando a la luz de las linternas a través de los prados , por la senda apenas visible que permitía el descenso por los acantilados. La bajada no era nunca fácil, yendo como íbamos cargados con los voluminosos aparejos y las mochilas demasiado grandes para mis espaldas. Una vez abajo buscábamos las pozas amplias y profundas entre las peñas cubiertas de algas. Allí lanzábamos las nasas lastradas que se hundían rápidamente con un chapuzón fosforescente. Los troeles se reservaban para las pozas mas pequeñas y fácilmente accesibles. Luego solo quedaba esperar, sacando los aparejos de vez en cuando del agua para recoger las capturas o sustituir los cebos devorados.

Mientras pescábamos se hablaba poco, apenas lo justo y siempre en murmullos. No era por miedo a que los agentes que supuestamente vigilaban la pesca furtiva nos sorprendieran. Las luces de nuestras linternas podían verse desde kilómetros y ellos preferían intentar pillarnos cuando volviéramos a la carretera antes que arriesgarse a partirse la crisma buscándonos en el roquedo. No. Hablábamos en murmullos porque el silencio imponía y las voces, ásperas como graznidos, rajaban la noche de arriba abajo. Insconscientemente bajábamos el tono y reducíamos las conversaciones al mínimo indispensable para la tarea. Entre sacada y sacada solíamos apagar las linternas para alargar las pilas y como cada uno de nosotros se ocupaba de cinco o seis aparejos que cubrían poco menos de un centenar de metros de roquedo, era fácil encontrarse solo de repente en la oscuridad. En silencio.

De esas noches mágicas me gustaba el acre olor de las algas al descubierto y el chapoteo de las olas entre rocas invisibles. El fulgor fatuo de la espuma, los reflejos bailones de las lejanas luces del puerto, las noches llenas de estrellas y los tres rayos del faro barriendo el firmamento cada cincuenta segundos. Hasta me gustaba la fría y salada humedad que calaba los huesos bajo el impermeable y la lana. Pero nunca me acostumbré del todo al silencio.

El silencio no es la ausencia de sonido. El silencio es la ausencia de los sonidos vitales a que estamos acostumbrados. El bramar inarmónico de la mar batiendo en las rompientes es silencioso y hasta arrullador, cuando estás seguro y caliente en tu cama. Silencioso y tranquilizador es el continuo repicar de la lluvia sobre el tejado. Muy silenciosa es la emocionante espera entre el fusilazo del relámpago y el retumbar del trueno. Hasta hay silencio en los ruidos humanos: pocas cosas habrá mas silenciosas que el grave ulular de la sirena de un faro lejano en una noche de niebla junto al mar. O que el rumor del motor del barco cuyas luces ves deslizarse lentamente mar adentro. Silencioso es el mar cuando está dormido, como una enorme bestia viviente a la que no quisieras molestar. Y luego está el silencio que viene de lo oscuro y lo salvaje, el que llena de ansiedad y desasosiego la mente. Porque silencio es también sentirse vivo y solo en la oscuridad mientras un reflejo atávico te susurra desde muy adentro que ahí afuera podría haber algo acechándote.

Tu razón te dice que no hay nada que temer, pero el corazón batiendo en el Silencio te dice lo contrario: que siempre hay algo por lo que temer. No importa lo civilizados que nos hayamos vuelto, aún nos es posible experimentar el Silencio de la Presas. Basta con alejarse un poco y apagar la luz. Y no hace falta ser un niño para oirlo. ¿Cómo suena el silencio cuando sabes que hay depredadores acechando y no hay una luz que puedas encender?.
.........

7.7.05

in memoriam...

.
En el pueblo, todos los niños éramos instruidos acerca de los lugares a los que podíamos ir y a los que no. El “monte” era ese lugar prohibido que, según mi madre, empezaba justo después de cruzar el río. Pero nuestras madres no sabían que para nosotros el monte empezaba un poco mas allá, donde acababan los prados y comenzaba el muro verde de castaños y hayas. Tampoco sabían que era un lugar estupendo para jugar a la guerra aunque estuviera infestado de lobos, osos, jabalíes, serpientes y otros emocionantes peligros. También nos prohibían jugar con según qué cosas, pero en nuestros juegos una navaja bien afilada era el bien mas preciado porque con ella podían hacerse infinidad de cosas.Yo aprendí a hacer chabolas, tirachinas, arpones, arcos y flechas antes que a atarme los zapatos... ¿Quien necesita cordones en los zapatos?. Pero una navaja o un buen arco son otra cosa. Nunca llegamos a vernos las caras con un lobo o con un oso, pero sin duda nos hubiera encontrado preparados.

Entre batalla y batalla, íbamos a la escuela. La escuela era un edificio bajo lleno de ventanas, parecido a tantas otras escuelas rurales de la época que, mas que construidas eran clonadas; digo yo que para ahorrar en arquitectos. Don Manuel era el maestro. Había una maestra también que daba clase a las chicas, pero no recuerdo su nombre. En esa escuela chicos y chicas aún estudiaban en clases separadas y aunque la clase de ellas estaba al otro lado de la pared, en lo que a nosotros respecta hubiera dado igual que se encontrase en Marte. En el patio el lado de las chicas estaba separado del nuestro por un muro que no era ni de piedra ni de ladrillo pero sí igual de efectivo. Si cruzabas la línea invisible, aunque fuera por casualidad, los chicos mayores enseguida te llamaban al orden y los demás te abucheaban sin piedad, por no hablar de las burlas y las risitas socarronas. Sólo los chicos y las chicas mayores se atrevían a merodear por los límites y no fué hasta mucho después que se me ocurrió pensar que quizás no lo hiciesen por evitar que los pequeños cruzásemos la raya. De todas formas por entonces las chicas tampoco me interesaban gran cosa y mucho menos su maestra.

Don Manuel era otra cosa. Para nosotros era la persona mas importante del pueblo, mucho mas importante que el cura, el alcalde o incluso que nuestros padres, dado que gran parte de lo que nos ocurría en casa dependía de la voluntad del señor maestro. Durante seis horas al día era el centro de gravedad de nuestras vidas y al menos para los más pequeños, don Manuel era lo mas cercano a un dios que yo pueda recordar: lo sabía todo acerca de todo, había estado en todas partes, creíamos que podía ver y oir a traves de las paredes y sin duda poseia poderes telepáticos, aunque yo por entonces no sabía lo que significaba eso. Pero sí que sabía que siempre nos pillaba las mentiras y, si tramábamos algo, como por ejemplo untar con betún los pomos de las puertas de los lavabos, él lo descubría antes incluso de que lo hubiésemos hecho. Como buen dios, le temíamos y adorábamos a partes iguales.

“Señor Marcos, acérquese a la pizarra”. Siempre que te trataba de “señor” sabías lo que te esperaba. Avanzabas muerto de miedo por el pasillo, con los ojos de toda la clase clavados en tí y tú procurando mantener “impasible el ademán”, como decía el altavoz. Sin decir nada, Don Manuel echaba mano de su vara de sauce y tú extendías la mano para recibir el fustazo. ¿Dolía?... ¡Vaya si dolía!. Dolía a rabiar. Volvías a tu sitio con la mano en el sobaco, tratando de contener los lagrimones y con los labios temblando, pero haciendo esfuerzos supremos por conservar el tipo y la cara de “no me importa”. Si te resistías a salir para recibir el castigo o no podías dominarte y rompías a llorar y ponías esa cara tan fea que a uno se le pone cuando llora, habría muecas, risitas y miradas burlonas, que en el recreo se convertirían en calificativos de “nenita” y “capitán de las gallinas”. Y eso dolía mucho más que los fustazos.

Por supuesto había veces en que creías no merecer el castigo. Pero el tribunal no concedía apelaciones y las protestas eran acalladas de inmediato: “La-Clase-No-Se-Puede-Parar. Si tiene algo que decir, me lo dice cuando acabe la clase”. Luego, al final de la clase, casi nunca te acordabas porque la ventaja de ese tipo de disciplina es que los resentimientos duran lo que dura el escozor y tampoco era cuestión de perderse un rato de juegos por un cachete mas o menos. Eso sin contar con que un encuentro a solas con el maestro intimidaba a cualquiera, especialmente porque existía el riesgo de que don Manuel te preguntase -mirándote fijamente- que si no habías sido tú... ¿quién había sido entonces el autor de la travesura?. Como todo el mundo sabe la mafia napolitana aprendió el código de la omertá en la escuela de mi pueblo, asi que... ¿para qué perder el tiempo en protestar?.

No puedo dejar de pensar que este tipo de disciplina hoy en día sería imposible de aplicar y sin embargo entonces funcionaba. Don Manuel tenía que habérselas mas o menos con cincuenta chicos asilvestrados de edades comprendidas entre seis y trece años colocados por grupos de edad y niveles de analfabetismo aproximados en tres filas de pupitres de madera. El maestro iba rotando por la clase y mientras explicaba por ejemplo los misterios de la palanca a los mayores menos mastuerzos, los demás grupos teníamos que guardar turno haciendo ejercicios de escritura, resolviendo “ploblemas” o leyendo. En otras palabras, mientras atendía a unos tenía que mantener a los demás ocupados. O al menos en relativa calma. Como esos equilibristas que sostienen platos y mas platos en equilibrio dando vueltas sobre unos palos. Sólo mucho mas tarde he sido capaz de percibir el ingente esfuerzo físico y mental que ello debía suponerle y, sin una rígida disciplina, sin duda le hubiera sido imposible.

Sucedía a menudo que acababas los ejercicios (o los dejabas por imposibles) antes de que el maestro hubiese terminado con el grupo de turno. Entonces te aburrías soberanamente porque hablar o alborotar atraía de inmediato la fulminante ira justiciera de don Manuel. Avisaba una sola vez dando un palmetazo sobre la mesa y, si eso no era suficiente, empleaba la vara. Nunca castigaba sin el ritual de llamarte por tu nombre para salir a la tarima y ningún delito merecía más de tres fustazos. Si se sobrepasaba ese extremo entonces podía ocurrir lo peor: que te enviara a casa con una nota para tus padres. Un niño que en horas lectivas anduviera suelto por el pueblo atraía inevitablemente la atención. Cualquier vecino desocupado se creía con el derecho y el deber de cogerte por las orejas y arrastrarte de nuevo a la escuela bajo las miradas de las comadres chismosas. Todo el pueblo se enteraba de tu mal comportamiento y luego los adultos no hablaban de otra cosa en semanas (bueno, eso creíamos nosotros) para vergüenza tuya y de tus padres. Aún si conseguías sortear al vecindario, una nota del maestro era algo terrible, espantoso, que podía hacer enfadar a tu padre, hacer llorar a tu madre, arrebatarte la semanada, privarte del cine dominical o atraerte castigos odiosos como tener que quedarte encerrado en la habitación en lugar de ir a jugar. Sinceramente , yo prefería los fustazos o los cachetes. Y no era el único, aunque los cachetes de algunos de los padres solían ir mucho mas lejos de lo que el calculado rigor disciplinario del maestro se atrevía a llegar.

Asi que todos aprendimos a mantenernos calladitos entretanto el maestro no pudiera dedicarnos su atención. Mientras tanto repasábamos, leíamos los pocos libros a nuestra disposición o prestábamos una vaga atención a las explicaciones dirigidas a los demás grupos. Don Manuel era muy bueno explicando matemáticas y no era nada estricto en cuestiones de edades, cursos y esas cosas: si lo sabías lo sabías y eso era suficiente para seguir adelante e incluirte en las lecciones destinadas teóricamente a cursos superiores. Los resultados de tan peculiar sistema de enseñanza quedaron de manifiesto cuando mis padres finalmente se mudaron a la ciudad. Supuse un delicado problema para mi nueva escuela porque iba al menos tres cursos por delante de lo que me correspondía por edad en cuanto a matemáticas y ciencias naturales, pero en cambio iba retrasadillo en gramática y en ortografía. Tenía además una leve dislexia que a don Manuel le había sido imposible corregir. Qué le vamos a hacer.

A pesar de mi edad acabaron por ponerme un curso adelantado, lo que me convirtió de inmediato en el mierdecilla de la clase. Por entonces también necesitaba esforzarme mucho para hablar castellano porque de modo natural me salía un cerrado dialecto montañés casi ininteligible para mis nuevos compañeros, lo que les hacía reir mucho. Entre todos consiguieron la proeza de enfilarme a la vez por empollón y por paleto. Aunque en la clase había menos alumnos, el colegio era enorme y en el patio pasaban algunas cosas que en mi antigua escuela hubieran sido impensables. Yo estaba acostumbrado a tratar con los chicos mayores bajo la protectora tutela y rápida justicia de don Manuel y lo pasé muy mal los primeros meses. Cazurro, me llamaban y yo embestía. Me costó muchos cardenales y algún que otro ojo morado hacer amigos. Y también me gané bastantes castigos y algunos enemigos de esos que duran toda la vida.

Mi nuevo maestro se llamaba don Domingo. Tuve a don Domingo como maestro durante dos años consecutivos porque me pilló uno de esos cambios de política educativa que menudean tanto como los ministros. La edad debía corresponderse con el curso así que me vi forzado a repetir a pesar de que mis notas (modestia aparte) no fueron nunca nada malas, salvo en gramática. Don Domingo era un gallego socarrón que jamás le puso la mano encima a nadie (que yo sepa) y la disciplina en su clase era algo más relajada de lo que estaba yo acostumbrado. Su técnica disciplinaria era enviarte a casa con el encargo de copiar cien o doscientas veces frases, refranes y proverbios rarísimos que sacaba de no se dónde pero que siempre venían a cuento, algo que yo destestaba profundamente pero que a la vez me fascinaba. Recuerdo haber tenido que copiar quinientas veces el refrán: “Palabra dicha y piedra suelta no tienen vuelta”. Cien veces por cada punto de sutura en la frente del joputa y otras doscientas por llamarle joputa. Y te las hacía repetir todas si la letra no era clara o se notaba que habías escrito con tres bolígrafos a la vez. Yo hubiera preferido que se aficionase a la fusta como don Manuel, e incluso le hice una con la corteza tallada para regalársela, pero no era su estilo.

Don Domingo complementaba sus ingresos dando clases particulares fuera de horario a los alumnos atrasados cuyos padres estuvieran dispuestos a pagar por esa atención personalizada. Eso también lo hacía don Manuel en la otra escuela pero sólo con los alumnos mas desesperados y no creo que cobrase. Me acuerdo especialmente de Juanmi, que hasta los once años sólo había visto la escuela por fuera. La Guardia Civil obligó a sus padres a enviarle a la escuela a instancias de don Manuel y otros vecinos del pueblo (entre ellos mi padre) en medio de un escándalo mayúsculo. Juanmi no sabía leer ni escribir pero se convirtió rápidamente en mi Primer Mejor Amigo. Afilaba las navajas como nadie y me enseñó a hacer represas en el río para pescar truchas con beleño o lejía. Y no me creo que sus padres aflojasen ni un duro.

En cualquier caso, en la clase de don Domingo yo era el campeón en Escritura Indescifrable y Faltas de Ortografía, por lo que junto con otros cinco o seis asnos, me quedaba dos dias por semana una hora más a “hacer dictados”. Machacábamos gramática y nos dictaba inquietantes textos llenos de frases rarísimas y difíciles: “El aljibe burbujeaba desbaratando el reflejo albo y añil ” , “¡Ay!. ¡Ahí hay un hombre!”. “Ahonda en el horror del error de la ahijada del herrador” . Corregido el dictado, cada falta era copiada veinte veces. Nos dejaba libros e insistía en que leyéramos mucho porque, decía, también leyendo se aprende a escribir. Me presentó a Julio Verne, a Emilio Salgari y a Zane Grey, y entre todo eso y los castigos en medio año consiguió cuatro objetivos imposibles: que me saliera un grueso callo en el dedo corazón, reducir a lo tolerable mi deplorable ortografía, aficionarme a la lectura para siempre y que mis padres dieran el dinero de la clase particular por bien invertido. También se creó un lazo de amistad entre su familia y la mía que habría de durar muchos años, mas allá de la escuela y la distancia.

Quizá os preguntéis porqué largo aquí este rollo sensiblero. En mi reciente viaje a Asturias encontré en una sidrería un excompañero de aquella clase de “dictados”. No nos reconocimos, pero mi madre sí que lo hizo y resultó ser uno de mis viejos “enemigos para toda la vida”. Había muchas cicatrices que rememorar . Y que remojar. Yo creía que mis maestros y compañeros de infancia se habían ido muriendo discretamente en el fondo de mi memoria, pero resulta que todavía estaban ahí, esperando para salir a poco que se rascase. Merecen un recuerdo. Creo.

Xac Mazo, julio 2005

Después de lo de Londres tal vez no sea tampoco el momento adecuado para colgarlo; pero juro que estaba escrito antes de que explotasen las bombas. Y como está visto que mi lápizm es muy temperamental...

I LOVE LONDON