9.7.05

El silencio

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Durante las vacaciones me encantaban esas incursiones nocturnas a la pesca del centollo y la andarica. Solíamos acechar las mareas y el estado de la mar, pendientes del parte metereológico, esperando la noche mas adecuada, esa noche calma y sin luna del verano, cuando el mar se tranquiliza y descansa acostado en su marea mas baja. El día antes celebrábamos el ritual de comprar pilas nuevas para las linternas, preparar las nasas y troeles, asegurar los lastres, remendar las redes, cambiar las cuerdas podridas y enrollar pulcramente las líneas y aparejos para que no se enredasen. Por último mi padre iba al muelle a por las cabezas de atún y el macizo que íbamos a usar como cebo y que había encargado previamente en la fábrica de conservas. Después de cenar nos embarcábamos en el coche hacia el lugar elegido, casi siempre el mismo roquedo, ya conocido por visitado año tras año.

Aparcábamos el coche en algún sitio discreto y el resto del camino se hacía andando a la luz de las linternas a través de los prados , por la senda apenas visible que permitía el descenso por los acantilados. La bajada no era nunca fácil, yendo como íbamos cargados con los voluminosos aparejos y las mochilas demasiado grandes para mis espaldas. Una vez abajo buscábamos las pozas amplias y profundas entre las peñas cubiertas de algas. Allí lanzábamos las nasas lastradas que se hundían rápidamente con un chapuzón fosforescente. Los troeles se reservaban para las pozas mas pequeñas y fácilmente accesibles. Luego solo quedaba esperar, sacando los aparejos de vez en cuando del agua para recoger las capturas o sustituir los cebos devorados.

Mientras pescábamos se hablaba poco, apenas lo justo y siempre en murmullos. No era por miedo a que los agentes que supuestamente vigilaban la pesca furtiva nos sorprendieran. Las luces de nuestras linternas podían verse desde kilómetros y ellos preferían intentar pillarnos cuando volviéramos a la carretera antes que arriesgarse a partirse la crisma buscándonos en el roquedo. No. Hablábamos en murmullos porque el silencio imponía y las voces, ásperas como graznidos, rajaban la noche de arriba abajo. Insconscientemente bajábamos el tono y reducíamos las conversaciones al mínimo indispensable para la tarea. Entre sacada y sacada solíamos apagar las linternas para alargar las pilas y como cada uno de nosotros se ocupaba de cinco o seis aparejos que cubrían poco menos de un centenar de metros de roquedo, era fácil encontrarse solo de repente en la oscuridad. En silencio.

De esas noches mágicas me gustaba el acre olor de las algas al descubierto y el chapoteo de las olas entre rocas invisibles. El fulgor fatuo de la espuma, los reflejos bailones de las lejanas luces del puerto, las noches llenas de estrellas y los tres rayos del faro barriendo el firmamento cada cincuenta segundos. Hasta me gustaba la fría y salada humedad que calaba los huesos bajo el impermeable y la lana. Pero nunca me acostumbré del todo al silencio.

El silencio no es la ausencia de sonido. El silencio es la ausencia de los sonidos vitales a que estamos acostumbrados. El bramar inarmónico de la mar batiendo en las rompientes es silencioso y hasta arrullador, cuando estás seguro y caliente en tu cama. Silencioso y tranquilizador es el continuo repicar de la lluvia sobre el tejado. Muy silenciosa es la emocionante espera entre el fusilazo del relámpago y el retumbar del trueno. Hasta hay silencio en los ruidos humanos: pocas cosas habrá mas silenciosas que el grave ulular de la sirena de un faro lejano en una noche de niebla junto al mar. O que el rumor del motor del barco cuyas luces ves deslizarse lentamente mar adentro. Silencioso es el mar cuando está dormido, como una enorme bestia viviente a la que no quisieras molestar. Y luego está el silencio que viene de lo oscuro y lo salvaje, el que llena de ansiedad y desasosiego la mente. Porque silencio es también sentirse vivo y solo en la oscuridad mientras un reflejo atávico te susurra desde muy adentro que ahí afuera podría haber algo acechándote.

Tu razón te dice que no hay nada que temer, pero el corazón batiendo en el Silencio te dice lo contrario: que siempre hay algo por lo que temer. No importa lo civilizados que nos hayamos vuelto, aún nos es posible experimentar el Silencio de la Presas. Basta con alejarse un poco y apagar la luz. Y no hace falta ser un niño para oirlo. ¿Cómo suena el silencio cuando sabes que hay depredadores acechando y no hay una luz que puedas encender?.
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Xac, la mitad de las palabras no las entendi.
Sí entendí el "espíritu" que has puesto en la narración.
Porque también fui chica, y a falta de mar (aunque mi padre gustaba de pescar en el Paraná, raro que fueran mujeres)y recuerdo otros juegos donde el protagonista era el miedo. Necesitábamos tener miedo...
A veces divago pensando que si muchos "psicopedagogos" recordaran cómo eran ellos de niños, menos niños con traumas "habería"...y San Herodes tendría menos devotos, que se pasarían a las filas de los devotos de San Cable de La Plancha, San Chancleta o "Sana Sana culito de rana si no sana hoy sanará mañana" y todos contentos.