Todas las mujeres del mundo saben (o deberían saber) que la única diferencia entre un hombre adulto que entra en una ferretería y un niño que entra en una juguetería, es que , por desgracia, el adulto suele llevar encima la tarjeta de crédito.
Tengo el cubículo que pomposamente llamo "el taller", lleno de herramientas que no necesito, que nunca he usado y que tampoco sé usar (por mucho que presuma de saber hacerlo). Si a esto sumamos las que me han regalado, (si no sabes que regalarle el día del padre, un moderno taladro electrónico de velocidad variable siempre queda bien, aunque ya tenga siete), las cajas de herramientas, los botes de pintura que nunca te decides a tirar porque aún están medio llenos, las piezas sobrantes de reparaciones domésticas que tampoco tiras por un "si acaso" que nunca ocurre, los tornillos que comprastes por cajas aunque sólo necesitabas dos y un inmenso etcétera de chismes y artefactos diversos que una vez pensaste que necesitabas desesperadamente, fácil es imaginar la cantidad de trastos que pueden acumularse tras veinte o treinta años años de ejercicio de supuesto aficionado al bricolage.
Y lo peor, lo peor de todo es que cuando realmente necesitas algo, nunca lo tienes. Y tienes que volver a la ferretería... ¿Con qué cosas saldré esta vez?
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