El “Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas” es en teoría un
impuesto sobre los ingresos obtenidos por cualquier medio. En realidad, se
trata de una penalización al trabajo. El Impuesto sobre la Renta exige que cada
ciudadano de una parte del dinero que ha ganado en base a su trabajo, esfuerzo
o inteligencia al Estado para que éste lo gaste en aquello que considere
oportuno. El efecto de penalización al trabajo es aún mas evidente cuando se
introduce la llamada “progresividad”, es decir que cuanto más ingresos, mayor es
la proporción del impuesto. Esto, que podría parecer justo, no lo es en
absoluto. Si hay que gravar los ingresos parece lógico gravarlos
igualitariamente, es decir que si el ciudadano que gana mil debe de entregar
doscientos, el que gana un millón debería entregar doscientos mil y no
quinientos cincuenta mil. Me parece a mi. ¿Es malo tener un trabajo bien
renumerado, un negocio rentable…? . ¿Es delito ser "rico"?.
El Impuesto sobre la renta ha sido muy cuestionado desde sus
orígenes. Para los partidarios de la prioridad de los derechos individuales
su puesta en práctica constituye una cesión inadmisible de los derechos del
ciudadano, ya que supone dar al Estado el poder de saquear los bolsillos sin
contraprestación objetiva. En Francia, Gran Bretaña y sobre todo en Estados
Unidos la batalla política fue durísima. Todavía, de vez en cuando, algún
filósofo solitario se atreve a cuestionar la ética del impuesto a pesar de los
años que lleva aplicándose en la mayor parte de los países.
Por si fuera poco, su puesta en práctica, al menos, en
España adquiere tintes orwellianos. Mediante una cuidadosa propaganda (“Hacienda
somos todos”) se ha convencido al ciudadano que el impuesto es “bueno”, un “deber
cívico” un sacrificio que se hace en pro del “bien común” y que una de las
cosas que más caracteriza al “buen ciudadano” es la religiosidad con la que
paga sus impuestos. La moralidad o finalidad de los mismos ni siquiera se
cuestiona, tanto menos se debate. Un “buen
ciudadano” no hace ese tipo de preguntas. Sin embargo la diferencia entre un
impuesto y un saqueo legalizado está en los medios como en los fines, hasta el
punto que podríamos definir “política económica” como el arte de administrar
los impuestos.
Cuando digo “religiosidad” no hablo por hablar. Una vez
asentado los dogmas del “deber cívico”, “la necesidad del pais” y el “bien
común” ya es innecesario pensar o debatir. El mero hecho de poner en cuestión
la necesidad o la moralidad, o la cuantía de algunos impuestos atrae inmediatamente
calificativos como egoísta, antisolidario, antisocial, o peores.
Sólo desde una visión religiosa (y por lo tanto dogmática) de
los impuestos es posible que el ciudadano, además de hacer su propia
declaración, asuma las perversas figuras del “responsable último” o de la
“diligencia exigible”. Ser el “responsable último” implica no sólo pagar sin
chistar, sino asegurarse con la “diligencia exigible” de que le hayan cobrado
hasta el último céntimo de su propio dinero. Así se exhonera de responsabilidad
a la Administración
o a las empresas y se obliga al ciudadano a ser su mismo inspector de Hacienda.
Sin pelos en la lengua: Se le ha convencido para ser cómplice necesario de su
propio robo.
Algo huele mal en la Agencia Tributaria
Dada la complejidad del actual sistema fiscal (sólo el manual básico de la Declaración de la Renta tiene 456 páginas,
está redactado en una oscura jerga burocrática accesible sólo a expertos y
plagado de referencias legislativas inaccesibles) la pretensión que el ciudadano
medio sea el “responsable último” de sus propios impuestos es, como mínimo,
surrealista. En la práctica asumir dicha responsabilidad pasa por contratar un
gestor con el consiguiente coste añadido. Pero el gestor tampoco es responsable
de sus propios errores: lo es el ciudadano que lo contrata. Incluso si acudieras a la Agencia Tributaria. Absurdo sobre
absurdo.
Por añadidura la “diligencia exigible” es una ¿figura
delictiva? que permite a la
Administración sancionar al ciudadano por cualquier error
cometido en la declaración sea o no el causante, haya o no haya intencionalidad.
La arbitrariedad es patente ya que no se basa en criterios objetivos sino en el
criterio de un funcionario de la Administración (que es juez y parte y a menudo
causante del error). El ciudadano está indefenso pues ni siquiera se le permite
alegar ignorancia o información errónea. Como si de un tribunal de la Inquisición se tratase,
el ciudadano acusado de evasor se verá obligado a tratar de probar su inocencia
y, si lo consigue, será condenado precisamente por ser inocente.
Mención aparte merece la “picaresca” que ha desarrollado la
agencia tributaria para exprimir al máximo al pobre contribuyente atrapado en
un error. Algo he hablado de eso pero otra vez será.
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